(Job 10:15)
“Si pequé, tú
me has observado…
Si fuere
malo, ¡ay de mí! …
Si fuere
justo, no levantaré mi cabeza…”
La grandeza de Dios se refleja explícitamente a lo largo
de la revelación escrita. Job, parece entender muy bien lo que esto implica.
Él razona: “Si Dios es en extremo blanco,
el hombre es, en extremo negro”; “Si Dios es en extremo Justo, el hombre es, en
extremo injusto”; “Si Dios es, en extremo poderoso, el hombre es, en extremo
insignificante”. Bastante válido si partimos de la premisa que la
descripción es verdadera en referencia a los atributos divinos.
Con lo anterior en mente, Job (y el hombre en
general), es incapaz e indigno de justificarse ante Dios. El hacernos justos,
potenciaría nuestra injusticia. El mínimo dejo de reclamo revelaría nuestra
estupidez. ¿Quién le hará restituir? ¿Qué le harán restituir? ¿Acaso algo nos
pertenece? ¿Quién le dirá qué haces? ¿Acaso comprenderían los finitos su
proyecto?
No debería, en absoluto, quitarnos el sueño tratar
de comprenderlo. Es imposible. Lo finito no puede igualar o superar a lo
infinito. “Si él viniere, no lo veríamos;
y si lo vemos, no entenderíamos”, dice Job.
Si pecamos, él observa. Si somos malos, él castiga.
Si justos, no de cabeza alta. El presumir no es atributo de la justicia, lo
cual nos llevaría al pecado y el ciclo continúa. Al perfecto y al impío, él los
consume. De ese modo, ¿Quién podrá justificarse? Dios no es hombre como para
que yo le responda, no hay entre nosotros árbitro. No hay objeto que amerite la
defensa.
Job era justo, un justo cabeza baja, pero con gran
intriga y desesperación por su sufrimiento. El Grande no tiene la obligación de
mostrar razones. Sin embargo, una súplica sincera brota del interior de Job y
del mío: “No me condenes, solo hazme
entender por qué contiendes conmigo”.
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